Los fantasmas en su tablado
Estoy en diciembre de 2005. Alejandro Tantanian me pide que lea Cuchillos en gallinas, de David Harrower. Empieza el verano, y vengo de un año de lecturas intensas. Leer teatro significa dar vida a los fantasmas creados por otro, mucho más que en otra clase de ficción; en las novelas puede confiarse en la fantasía del autor, que sitúa a estos fantasmas en un espacio virtual, mientras que en el texto teatral casi inconscientemente nos forzamos a ponerlos, en carne y hueso, sobre un tablado que representa la convención de lo teatral. Somos dioses creadores del futuro prometido por el texto.
Los fantasmas me hablan al oído. Empiezan a resonarme algunas frases sueltas, armando su propio texto: “No hay que ser una cosa para ser como una cosa.”, “Sos como cualquier cosa que yo quiera”, ”... todo lo que es mi cuerpo se había ido de adentro para afuera.”, “¿Vi un charco (...) ¿Tenés un nombre para eso?”, “Las cosas cambian cada vez que las miro” y entonces en el texto se insiste con los nombres “¿hay un nombre para eso?”, “Entonces déme algo suyo. Algo que todos en la aldea conozcan. /¿Qué quiere, molinero? / Su nombre.” , “Todo lo que debo hacer es empujar los nombres hasta el fondo de lo que hay...”, "Cada nombre que conozco me llevará más cerca de Dios”, “El sonido de una mujer cuando nadie la oye. Sólo cuando lo merezca podré conocer los nombres.” También importa la mirada: “Miré mis manos”, “Yo miro al cielo. Pero me duelen el cuello y los ojos”, “No hay que mirar mucho para arriba. Las caras quedarían sobre las cabezas, chatas.”, “Dios sabe todo. El ve cada cosa. Él tiene nombre para todas las cosas.” O la pluma: “Mire. Cómo brilla el fuego en ella.” , “Puedo escribir lo que está aquí, en mi cabeza”, ”Yo vivo bajo un cielo distinto”, “Tantos nombres. Me los voy a aprender todos.”
Esta nueva red de significados se relaciona con otros textos, con otros fantasmas. Sus nombres: Leibniz, Benjamin, Von Hoffmansthal, Bacon, Coetzee. Armo la lista y se la muestro a Tantanian.
Universalizar es saltarse las épocas, y en este caso la lectura de Harrower que puedo hacer es acrónica, tiene dos niveles, el de lo representable, que se instala en el tablado del teatro, y el de lo deseante, la fuerza que puede engendrar su propio objeto. En el primer nivel puedo aceptar algunas marcas de época, pero en cambio el segundo me lleva a la absoluta pérdida de esas marcas.
Los textos propuestos plantean preguntas que les son comunes, una extraterritorialidad que resalta su claridad, y pertenecen a distintos géneros discursivos: novela, ensayo filosófico, o un género marginal como lo es el texto de Benjamín.
La propuesta surgida en común entre Alejandro Tantanian y yo, como consecuencia de estas asociaciones, fue trabajar con los miembros del equipo de Cuchillos... en la lectura y comprensión de estos textos. Es lo que hacemos mientras escribo esta nota, y los resultados no son previsibles. Entonces el miedo es inherente a la tarea.
Como la Mujer Joven de Harrower, no tengo respuesta para todas las cosas. Pienso que la respuesta la dará la encarnación de mis fantasmas en Gaby Ferrero, Juan Minujin, Diego Velázquez. Por eso me seduce mi participación en esta tarea. Fuera de los cánones de lo previsible, se trata de una extraña forma de trasmisión, donde no me quiero sentir “maestra” sino interlocutora. Trasmisión durante la cual, de pronto, surgen nuevas preguntas sobre el texto de Harrower.
¿Por qué los textos?
Mi lectura de Cuchillos en gallinas se ancló sobre algunas preguntas: quién da la palabra, qué es ser mujer, quién y a través de qué otorga el poder, qué puede hacer el ser con Dios, cuál es la unidad y la diferencia de la naturaleza con el ser.
El texto de Hugo von Hoffmansthal es la Carta de Lord Chandos a Francis Bacon, donde crea un personaje sobre la realidad histórica: se trata de Lord Philip Chandos, que al final de su vida “perdió la razón” y cayó en un ensimismamiento que le impidió seguir escribiendo. El escritor alemán le inventa una última carta a su mecenas, lord Bacon, en la que explica –y esto es una paradoja- brillantemente las razones de su silencio. Allí el falso Lord Chandos escribe: “Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría ignorante y secreta, cuyo hálito quería percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores. (...) ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas (...) y hablar desde ellas con el don de las lenguas."
¿Qué otra cosa desea la Mujer Joven de Harrower?
“Toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad (...) entre el mundo físico y el mundo espiritual no veía ninguna contradicción (...) en toda la naturaleza me sentía a mí mismo (...) intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra (...) He perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa (...) Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. (...) Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí, cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío. (...) Me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos.” Como a la Mujer Joven cuando quiere saber el nombre de un charco de agua limpia, a Chandos se le revelan algunos objetos en una singularidad sublime, es decir, pierde valor la generalización para él, uno de los fundamentos del lenguaje. Entonces busca “aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento.” Y termina diciendo dramáticamente, “porque la lengua en que tal vez me estaría dado no solo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés. Ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni una sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas, y en la que quizás un día, en la tumba, tendré que rendir cuentas ante un juez desconocido.”
Esto termina escribiendo Chandos en 1603, y Von Hoffmansthal en 1902.
El lord Bacon a quien lord Chandos escribe esta carta ficticia es el autor de una de las mayores utopías del renacimiento, La nueva Atlántida. Allí se propone una alternativa para ese mundo inglés, en el que lord Bacon ha jugado no solo el papel del filósofo que busca nuevos modos de describir la facultad de conocer –el Novum organum- sino también el del político y aun el del conspirador. Así lo revela la manera en la que envuelve a lord Essex para que sea condenado y ejecutado luego de su fracasada expedición a Irlanda. De este modo el favorito de la reina pierde la ocasión de ser elegido como sucesor. Si bien Shakespeare dará buena cuenta de estos conflictos en la serie de sus obras históricas, Bacon inscribe en su utopía el deseo de convertir a Inglaterra en un super imperio, más allá de lo que en realidad se ha logrado hasta el momento. Enhebra la fantasía de un naufragio, un motivo literario de la época, dado que permanentemente había naufragios y relatos de naufragios, y se inventa una isla a la que llegan desde el Perú unos náufragos que hablan español. La utopía es el lenguaje sin diferencias, el don de lenguas que permite, como en los sueños, comprender el mensaje de quienes hablan otro idioma. El arca milagrosa en la que llegó a la isla el libro que encierra el don de lenguas, llegó a sus tierras de modo mágico. Los náufragos comprenden que están en un mundo donde el homenaje a Dios y a sus criaturas es la fuente del conocimiento y no un ritual meramente simbólico.
La posibilidad de buscar en la Monadología de Leibniz un vínculo con Harrower se basó, en todo caso, en cómo éste explica que el alma, pese a las lecturas que pueden hacerse desde el diluido cristianismo contemporáneo, está encerrada en sí misma, y contiene una representación de la totalidad del universo. Es posible suponer una máquina, dice Leibniz, cuya estructura le permita pensar, sentir y ser capaz de percepción, y suficientemente aumentada de modo tal que conserve las mismas proporciones, y que sea posible ingresar en ella como en un molino. ¿Molino? ¿No hay un molino en el centro de Cuchillos...?
La coincidencia sorprende, y entonces vemos un molinero distinto, que pasa a ser el emisario de lo que llamaría las nuevas almas, las almas que, aunque encerradas en sí, no lo esperan todo de Dios sino que pueden construir su propio objeto. Porque ésta es la lectura que, finalmente, le dará Gilles Deleuze en El pliegue a la Monadología de Leibniz. Ese espacio barroco investigado por Leibniz hacia 1700, tendría la configuración de un campo de fuerzas o de intensidades relacionadas entre sí, donde la perspectiva clásica desaparece y es desplazada dando lugar a una infinidad de puntos de vista bajo los cuales el objeto sufriría múltiples deformaciones. Similar a la distorsión del barroco, donde el objeto es percibido desde un punto de vista pero distorsionado desde los demás, también los personajes de Harrower se cruzan pero no se tocan, son para sí pero no para los otros, buscan los nombres pero no aceptan la intercambiable nomenclatura de un lenguaje común. Se pelean por los nombres y terminan perdiéndose en su propia búsqueda, en la soledad de su mónada particular, aunque en todo caso la fuerza deseante de la Mujer Joven le permite reemplazar a uno de los dos hombres: quizás la salida dramática sea injusta, porque castiga a quien le dio las preguntas, y deja en libertad al Molinero, que se apoderó de su nombre, aunque en su papel de Mefistófeles rural le despertó el deseo de crearse a sí misma.
La autocreación es la clave de una lectura feminista, en la que la escritura y el propio nombre pueden ser la llave de la liberación. Con algo de ironía concluye J. M. Coetzee su novela Elizabeth Costello, parodiando la Carta de Lord Chandos... de von Hoffmansthal pero poniendo esta vez la palabra en una mujer, Lady Chandos. También ella le escribe a Lord Bacon, y desde la ironía su carta sirve para aceptar que la creación ha confinado a la mujer a la costilla del varón, aunque la mujer pueda ser tan inteligente que comprenda que su marido ha perdido la razón y se dirija al poderoso para pedir ayuda. Cuando Lady Chandos habla de “mis éxtasis”, dice “Vienen a mí —y escribo sin ruborizarme, no hay tiempo para ruborizarme— cuando estoy en brazos de mi marido. Él es mi único guía. No los tendría con ningún otro hombre. Él me habla en cuerpo y alma, con un habla sin habla. En mi interior, en cuerpo y alma, me introduce palabras que ya no son palabras, sino espadas llameantes.” Expresión de resonancias bíblicas, que remite a los ángeles que defienden la entrada del paraíso.
Es la palabra otorgada a la mujer la que transforma a Cuchillos... en una nueva lectura de la tradición del mito de Fausto, en la que la mujer crece al permitírsele ser tentada con el conocimiento. Ahora el Molinero/Mefistófeles le dice a esa Mujer Joven/Lady Chandos que no necesita vivir a través de su unión sexual con su marido, sino que ella misma puede escribir su nombre -secreto para todos nosotros, lectores y espectadores- y con eso partir hacia lo desconocido.
Como Walter Benjamin, a quien le fuera revelado su nombre secreto –se trata de una ficción- a partir del reencuentro con una mujer a la que amó y en la que se encarnó su Ángelus Novus, enviado por Dios. Este le ha devuelto su nombre secreto, aunque transformado, y los ha llevado a ambos al lugar de donde venían, permitiéndoles el encuentro con su nuevo ser, ofreciéndoles luego en un movimiento dialéctico “un futuro en el que se resuelve el conflicto de lo único, nuevo, aun no vivido con aquel júbilo de lo que es todavía una vez más, de lo reconquistado, de lo vivido." En este extraño texto de Benjamín, reproducido por Gershom Scholem en Walter Benjamín y su ángel, el tema del nombre se entrelaza una vez más con la posibilidad de engendrar un futuro en el cual se recupere el júbilo del pasado, es decir, el viejo ser se funda con el nuevo y dé lugar a una nueva persona.
Palabras llameantes
Cuando las palabras vacilan, cuando los conceptos se confunden, cuando los dadores de nombres y de lenguaje se convierten en los demiurgos del ser, hay que volver a plantearse las preguntas de la filosofía. El teatro es un buen lugar para que las palabras recuperen su capacidad cuestionadora. Los fantasmas de Harrower se preguntan “¿Y dónde está, entonces, Dios?”.
La Mujer Joven quiere palabras, Dios se las pone en la cabeza, cree ella, aunque también cree que las imágenes del molinero que se le aparecen en los sueños son la magia de un sortilegio del que es responsable el mismo Molinero. La Mujer Joven tiene miedo, no se atreve a esperar su grano, no se atreve a escribir su nombre, obedece a su marido, y cuando rompe el sortilegio y comprende que no son los otros los dueños de sus acciones, en el pliegue de su alma donde se han instalado las preguntas por el nombre, se produce una fuerza deseante que la hace renacer. El precio es la muerte, y el futuro, un Molinero nuevo al que todavía nadie conoce. Mientras tanto, el Angel de los nombres tiene la palabra.
Josefina Delgado
Agosto, 2006
este ensayo fue escrito por josefina delgado para ser publicado en la revista del ctba en ocasión del estreno de cuchillos en gallinas, y nosotros - gracias a la generosidad de josefina - lo publicamos antes en nuestro blog.
2.9.06
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