26.4.06

La carta de Lady Chandos



J. M. Coetzee en su novela Elizabeth Costello imagina una otra carta - la de la esposa de Lord Chandos - también dirigida a Francis Bacon.


Carta de Elizabeth, Lady Chandos, a Francis Bacon

En esos momentos incluso una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carretas que sube una colina, una piedra cubierta de musgo, me importa más que una noche de éxtasis con la amante más hermosa y más entregada. Esas criaturas mudas y en algunos casos inanimadas se imprimen en mí con tanta plenitud, con un amor tan nítido, que no hay nada en mi embelesado campo visual que no tenga vida. Es como si todo, todo lo que existe y todo lo que puedo recordar, todo lo que toca mi pensamiento confuso, tuviera significado.

Hugo von Hofmannsthal,
“Carta de lord Chandos a lord Bacon” (1902)

Querido y estimado señor:

Habrá recibido usted de parte de mi marido, Philip, una carta con fecha del 22 de este mes de agosto. No me pregunte cómo, pero una copia de esa carta ha llegado a mis manos y ahora añado mi voz a la de él. Me temo que pudiera usted pensar que mi marido le escribió en pleno ataque de locura, un ataque que acaso ya se le hubiera pasado. Le escribo para decirle que no es así. Todo lo que lea en la carta de Philip es cierto, salvo por una circunstancia: ningún marido puede conseguir esconderle un trastorno mental tan extremo a una esposa que lo ama. Llevo todos estos meses al corriente de la aflicción de mi Philip y sufriendo con él.
¿Cómo llegó a nosotros la tristeza? Recuerdo que hubo una época, antes de este período de aflicción, en que mi marido observaba como un embrujado los cuadros de sirenas y dríades, ansioso de penetrar en sus cuerpos desnudos y resplandecientes. Pero ¿cómo íbamos a encontrarle en Wiltshire una sirena o una dríade para que lo intentara? No me quedó más remedio que convertirme en su dríade: era en mí en quien penetraba cuando quería penetrar en ella. Era yo quien notaba sus lágrimas en mi hombro cuando él nuevamente no conseguía encontrarla en mí. “Dame un poco de tiempo y aprenderé a ser tu dríade, hablaré tu idioma de dríade”, le susurraba yo en la oscuridad. Pero eso no lo consolaba.

Llamo al presente un período de aflicción. Sin embargo, en compañía de mi Philip también tengo momentos en que cuerpo y alma son una sola cosa, en que estoy lista para romper a hablar en las lenguas de los ángeles. A estos accesos los llamo “mis éxtasis”. Vienen a mí —y escribo sin ruborizarme, no hay tiempo para ruborizarme— cuando estoy en brazos de mi marido. Él es mi único guía. No los tendría con ningún otro hombre. Él me habla en cuerpo y alma, con un habla sin habla. En mi interior, en cuerpo y alma, me introduce palabras que ya no son palabras, sino espadas llameantes.

No estamos hechos para vivir así, señor mío. Digo que mi marido introduce en mí “espadas llameantes”, espadas que no son palabras. Es como un contagio, eso de decir siempre una cosa en lugar de otra (“como un contagio”, digo, y apenas me contengo de decir: “una plaga de ratas”, porque últimamente vivimos rodeados de ratas). Como un caminante (mantenga la imagen en su mente, se lo ruego), como un caminante entro en un molino, oscuro y en desuso, y de pronto siento que los tablones del suelo, podridos por culpa de la humedad, se desmoronan bajo mis pies y me hundo en las aguas encrespadas del molino. Y, sin embargo, igual que soy eso (un caminante en un molino), al mismo tiempo no lo soy. Ni tampoco es un contagio lo que me acomete todo el tiempo, ni una plaga de ratas ni de espadas llameantes. Siempre es algo distinto a lo que digo. De ahí las palabras que he escrito más arriba: “No estamos hecho para vivir así”. Solamente las almas extremas pueden haber sido concebidas para vivir así, en un estado en que las palabras se desploman bajo los pies de uno como tablones podridos (“como tablones podridos”, digo otra vez, no puedo evitarlo, no si quiero hacerle entender mi preocupación y la de mi marido; digo “hacerle entender”, ¿qué es entender, qué quiere decir?).

No podemos vivir así, ni él ni yo ni usted, honorable señor (porque ¿quién puede asegurar que por medio de la carta de mi marido o, si no de su carta, entonces de la mía, no vaya usted a sufrir ese contagio que no es un contagio sino que es siempre otra cosa?). Puede llegar el momento en que esas “almas extremas” sobre las que escribo puedan ser capaces de soportar sus aflicciones, pero ese momento no ha llegado todavía. Será un momento, si alguna vez llega, en que los gigantes o tal vez los ángeles caminen por al tierra (ya dejo de contenerme, estoy cansada, me entrego a las figuras, ¿lo ve, señor, ve cómo me posee?; cuando no lo llamo “mi éxtasis” lo llamo “mi arrebato”, el éxtasis y el arrebato no son lo mismo, pero, de formas que o confío poder explicar, los veo con claridad, con “mi ojo”, tal como lo llamo, “mi ojo interior”, como si tuviera un ojo en mi interior que fuera examinando las palabras una por una cuando pasan, como soldados en un desfile, “como soldados en un desfile”, digo).

Todo es alegoría, dice mi Philip. Todas las criaturas son cruciales para todas las demás criaturas. Un perro sentado al sol y lamiéndose, dice, se convierte en un momento dado en receptáculo de una revelación. Y tal vez dice la verdad, tal vez en la muerte de nuestro Creador (“nuestro Creador”, digo), donde nos revolvemos como si estuviéramos en el canal de un molino, nos entremezclamos con miles de otras criaturas. Pero, ¿cómo, le pregunto a usted, puedo vivir con ratas y perros y escarabajos correteando por mi piel día y noche, ahogándome y boqueando, rascándome, tirando de mí, apremiándome cada vez más para llegar a esa revelación...? ¿Cómo? “No estamos hechos para la revelación —quiero gritar— Ni yo ni usted ni mi Philip”, una revelación que te quema los ojos como cuando miras al sol.

¡Sálveme, querido señor, y salve a mi marido! ¡Escriba! Dígale que todavía no ha llegado el momento, el momento de los gigantes y el momento de los ángeles. Dígale que todavía estamos en la época de las pulgas. Las palabras ya no llegan a él, tiemblan y se rompen, es como si (“como si”, digo) estuviera protegido por un escudo de cristal. Pero a las pulgas las entenderá, las pulgas y los escarabajos todavía atraviesan su cristal, y las ratas también. Y a veces yo, su mujer —sí, señor mío— a veces también yo consigo atravesarlo con sigilo. “Presencias del infinito”, nos llama, y dice que le provocamos escalofríos. Y ciertamente yo he sentido esos escalofríos, en medio de mis éxtasis los he sentido, hasta el punto de no saber ya si eran de él o eran míos.

“Ni el latín —dice mi Philip (he copiado las palabras)—, ni el latín ni el inglés ni el español ni el italiano pueden transmitir las palabras de mi revelación.” Y es cierto, hasta yo que soy su sombra lo sé cuando estoy en pleno éxtasis. Y aun así él le escribe a usted, igual que le escribo yo, pues es usted conocido entre todos los hombres por elegir sus palabras y ponerlas en el lugar correcto y por construir sus juicios igual que un albañil construye una pared con ladrillos. Mientras nos ahogamos, escribimos sobre nuestros destinos separados. Sálvenos.

Su obediente sierva,

Elizabeth C.,
A 11 de septiembre, Anno Domini 1603.

gracias a nicolás vilela por el envío digital de este texto.

Juan de Valdés

en Wikipedia.

Otro texto

Portada del Diálogo de la doctrina cristiana de Juan de Valdés (Alcalá de Henares, 1529)

El Diálogo de la lengua de Juan de Valdés: aquí.

15.4.06

Monadología

Francis Bacon (1561-1626)

Filósofo inglés, fundador del materialismo y de la ciencia experimental moderna. Al subir al trono Jacobo I, alcanzó altos cargos en el estado y fue nombrado lord canciller del reino. Autor del famoso tratado «Novum Organum» (1620) (a diferencia del «Organon» de Aristóteles) en el que expuso una nueva concepción de los objetivos de la ciencia y las bases de la inducción científica. Después de proclamar que el fin del saber estriba en la capacidad que posee la ciencia para aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza, Bacon señaló que sólo podría alcanzar dicho fin la ciencia que llegara a conocer las verdaderas causas de los fenómenos. Por esta razón se manifestaba contra la escolástica. La ciencia precedente adolecía de «dogmatismo» –pues el sabio deducía el sistema de proposiciones de sus propios conceptos, como la araña teje su cendal–, o de «empirismo», en cuanto el sabio se preocupaba sólo de recoger hechos sin penetrar en su significado. En consecuencia, Bacon exigía que se adoptara una actitud escéptica respecto a todo el saber anterior. Sin embargo, reconocía la posibilidad del conocimiento fidedigno, mas para alcanzar la verdad consideraba necesario reformar el método. El primer paso de tal reforma debía consistir en limpiar la mente de los errores («ídolos») que constantemente la amenazaban. Parte de esos errores se deben a inclinaciones del intelecto propias de todo el género humano; parte, a inclinaciones propias de ciertos grupos de sabios e incluso de ciertos individuos; parte de los errores aludidos arrancan de la imperfección e inexactitud del lenguaje, y, finalmente, parte de ellos son fruto de asimilar sin espíritu crítico, opiniones ajenas. Una vez eliminadas las concepciones falsas, es posible abordar el verdadero método de la nueva ciencia. Según Bacon, esta ciencia ha de consistir en la reelaboración racional de los hechos de la experiencia. Las premisas de sus conclusiones («axiomas medios») serán proposiciones basadas en conceptos que se hayan obtenido por medio de la generalización metódica o de la inducción. La concepción analítica del experimento nos proporciona la condición previa de la inducción. Esta concepción, desarrollada unilateralmente, condujo, según palabras de Engels, a que Bacon (y tras él, Locke) trasladara de la ciencia natural a la filosofía el método metafísico del pensar tal como se había constituido en la ciencia de los siglos XV-XVI. En su teoría de la inducción. Bacon señaló por primera vez el valor de las denominadas instancias negativas», es decir, de la selección de casos que contradicen la generalización y que exigen, por tanto, que ésta se revise por no estar suficientemente fundamentada. En cuanto al desarrollo del materialismo filosófico. Bacon, en primer lugar, restableció la tradición y llevó a cabo –desde este punto de vista– una revalorización de las teorías filosóficas pasadas: exaltó el materialismo griego de los primeros tiempos y puso al descubierto los errores del idealismo. En segundo lugar, elaboró una interpretación materialista propia de la naturaleza basándose en la concepción de la materia como un conjunto de partículas y viendo la naturaleza como un conjunto de cuerpos dotados de múltiples cualidades. Consideraba que una de las propiedades inherentes a la materia era el movimiento que, en Bacon, no se reducía al desplazamiento mecánico (enumeró diecinueve clases de movimiento). Todas estas concepciones de Bacon son un reflejo de las nuevas necesidades y exigencias que en Inglaterra se presentaban a la ciencia en la época de la primera acumulación capitalista. Sin embargo, Bacon no fue un materialista consecuente. Su doctrina, según expresión de Marx, se halla aún plagada de «inconsecuencia teológica». Bacon expuso sus ideas políticas en «La nueva Atlántida», utopía en la que se representa el florecimiento económico de una sociedad ideal; en ésta la vida está organizada sobre las bases racionales de la ciencia y de una técnica avanzada, aunque se conserva la contraposición entre clases dominantes y clases subordinadas.

Un fragmento de La Nueva Atlántida de Francis Bacon

También tenemos Casas de Sonido, donde practicamos y demostramos todos los sonidos, y su generación. Tenemos armonías, que ustedes no poseen, de cuartos de sonido, y de porciones de sonidos aún inferiores.
Diversos instrumentos de música que ustedes desconocen igualmente, algunos de ellos más dulces que cualquiera que ustedes posean; junto con campanas y carillones que son dulces y exquisitos. Representamos pequeños sonidos como grandes y profundos, y los sonidos grandes debilitados y finos.
Hacemos diversos temblores y sonidos de gorgeos, que en su original son enteros. Representamos e imitamos todos los sonidos articulados y las letras y las voces y las notas de bestias y pájaros.
Contamos con ciertas ayudas, que colocadas junto a la oreja engrandecen cuanto se escucha. Asimismo tenemos diversos ecos extraños y artificiales, que reflejan la voz muchas veces y como si la estuvieran lanzando al aire. Y algunos que devuelven la voz más fuerte cuando llega, algunos más aguda y otros más profunda.
Y algunos que dan la voz con letras o sonido articulado que difieren de la que reciben; también tenemos medios para transmitir sonidos por conductos y tubos, en extrañas líneas y distancias.

14.4.06

Algo más sobre Scholem, sobre Benjamin

Gran parte de lo que hoy se conoce sobre el filósofo Walter Benjamin se debe a la labor incansable de Gershom Scholem. Filósofo también, erudito en historia de la religión judía y de la cábala, dedicó mucha de su energía a editar y comentar los escritos de quien fuera su amigo.
Este libro reúne catorce ensayos y artículos referidos a la vida y la obra de Benjamin. Entre los primeros sobresalen el estudio de la relación entre su genio metafísico y la dialéctica materialista, la investigación genealógica sobre sus antepasados y parientes, y la interpretación del hermético texto "Agesilaus Santander" basada en sus nombres secretos, dos mujeres amadas y el ángel de la pintura 'Angelus Novus' de Paul Klee. Entre los segundos se cuentan prólogos o epílogos a obras de Benjamin, y una encendida respuesta a la acusación de hacer de él un destacado judío y no un destacado alemán. Todos estos trabajos testimonian el compromiso de Scholem con el legado del escritor más significativo de la lengua alemana.
El estrecho vínculo personal e intelectual que mantuvieron, fundado tanto en afinidades como en discrepancias, resultó crucial para ambos. Mientras Bejamin vivió, Scholem fue su lector ideal. Tras su trágica muerte, se convertiría en su mejor intérprete.

Gershom Scholem

Su amistad con Walter Benjamin está ligada a la escritura de Walter Benjamin y su ángel. En este libro - sencillamente maravilloso - el nombre de Benjamin es puesto en perspectiva y del nombre se trata - entonces. Cuchillos en gallinas trata - entre otras cosas - del nombre de las cosas, de la manera en que las cosas se nombran y en estos textos de Scholem sobre Benjamin hay datos para comprender lo que se encierra en el nombre.

Libro del Génesis

Capítulos 1 a 3.
Aquí.

La carta de Lord Chandos por Hugo von Hofmannstahl

Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bach, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria.

Es usted muy benévolo, mi apreciado amigo, en pasar por alto mi silencio de dos años y escribirme de este modo. Es más que benévolo al dar su preocupación por mí, a su extrañeza por el entumecimiento mental en que cree que estoy cayendo, la expresión de la ligereza y la broma que sólo dominan a los grandes hombres que están persuadidos de la peligrosidad de la vida, y sin embargo no se desaniman.

Concluye usted con el aforismo de Hipocrates Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat (Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos), y opina que necesito la medicina no sólo para domeñar mi mal, sino más aun para aguzar mi mente para el estado de mi interior. Quisiera contestarle como le merece de mí, quisiera abrirme del todo a usted y no sé cómo proceder.

(...) ¡Quién es el hombre para hacer planes!

Yo también jugué con otros planes. Su benévola carta también los resucita. Hinchados con una gota de mi sangre, revolotean todos ante mí como mosquitos tristes junto a un muro sombrío sobre el que ya no cae el sol luminoso de los días felices.

Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, cuyo hálito creía percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores.

Recuerdo aquel proyecto. Se basaba en no sé qué placer sensual y espiritual: así como el ciervo acosado ansia sumergirse en el agua, ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas, en esos Narcisos y Proteos, Perseos y Acteones: desaparecer quería en ellos y hablar desde ellos con el don de las lenguas. Yo quería. Yo quería muchas cosas más. Pensaba reunir una colección de apotegmas, como la que recopiló Julio Cesar; usted recuerda la cita en una carta de Cicerón. Allí pensaba recoger las frases más curiosas que hubiese conseguido juntar en mis viajes a través del trato con los hombres sabios y las mujeres ingeniosas de nuestro tiempo o con gentes excepcionales del pueblo o personas cultas y notables; a ellas quería añadir hermosas sentencias y reflexiones de las obras de los antiguos y de los italianos, y todas las joyas intelectuales que encontrase en libros, manuscritos o conversaciones; además, la clasificación de fiestas y procesiones de especial belleza, crímenes y casos de demencia curiosos, la descripción de los edificios más grandes y singulares de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra entera se titularía Nosce te ipsum.

En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en las aberraciones de la locura tanto como en el refinamiento extremos del ceremonial español; en las torpezas de unos jóvenes campesinos no menos que en las dulces alegorías; en toda la naturaleza me sentía a mí mismo; cuando en mi cabaña de caza bebía de un cuenco de madera la leche espumeante y tibia que una mujeruca greñuda ordeñaba de las ubres de una hermosa vaca de ojos tiernos, aquello no era para mí distinto cuando, sentado en el banco de la ventana de mi estudio, bebía de un infolio el alimento dulce y espumeante del espíritu. Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas parte estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia; o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar unas tras otras y abrir con ellas tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.

Es posible que quien esté abierto a tales puntos de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mis pensamiento pasan raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentra un descanso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.

Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?

Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.

Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras "espíritu", "alma", o "cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género - pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia - sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla hacia la necesidad de ser siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado solitario.

Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona; el predicador T. es un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, falso e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaba alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.

Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me aterraban los peligros de su vuelo metafórico. Sobre todo pensé en guiarme por los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Comprendía esos conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego con bolas doradas. Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo se ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluído de su corro. Entre ellos me invadió una sensación terrible de soledad; me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; huí de nuevo al exterior.

Desde entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que usted - me temo - apenas podrá comprenderla; una existencia que - desde luego - apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los nobles terratenientes de este reino y que no está del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes. No me resulta fácil explicarle a grandes rasgos en qué consisten esos buenos momentos; las palabras me vuelven a faltar. Pues es algo completamente innominado y probablemente apenas nominable lo que se me anuncia en tales momentos llenando como un recipiente cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un caudal desbordante de vida superior. No puedo esperar que me comprenda sin un ejemplo y debo pedirle indulgencia por la ridiculez de mis ejemplos. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento - que de ningún modo soy capaz de propiciar - una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla, todas las palabras me aparecen demasiado pobres. Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente. Así había dado yo recientemente la orden de echar abundante veneno a las ratas que había en los sótanos de una mis granjas. Partí a caballo hacia el atardecer y no pensé más en el asunto, como bien puede usted imaginar. Entonces, cuando voy cabalgando al paso por la profunda tierra arada, sin nada más grave a mi alrededor que una cría de codorniz espantada y a lo lejos, sobre los campos ondulados, el gran sol poniente, se abre de pronto a mi interior ese sótano lleno de la agonía de esa manada de ratas.

Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado de olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada. Pero ¿por qué intento emplear de nuevo unas palabras de las que he renegado? ¿Recuerda - amigo mío - en Livio el maravilloso relato de Alba Longa? ¡Cómo vagan sus habitantes por las calles que no han de volver a ver... cómo se despiden de las piedras del suelo! Le digo - amigo mío - que yo llevaba eso dentro de mí y, al mismo tiempo, Cartago en llamas; pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime. ¡Allí estaba una madre que tenía alrededor a sus crías moribundas y temblorosas, y que dirigía sus miradas no a los muros implacables, sino al aire vacío o - a través del aire - al infinito, y que acompañaba esas miradas con un rechinar de dientes! Si un esclavo que servía se encontró lleno de horror impotente cerca de la Níobe petrificada, debió sufrir lo que yo sufrí cuando - dentro de mí - el alma de aquel animal enseñaba los dientes al atroz destino.

Perdóneme esta descripción, pero no piense que era compasión lo que me llenaba. No debe pensarlo de ningún modo: si no, habría elegido mi ejemplo muy torpemente. Era mucho y mucho menos que compasión; una enorme participación, un transfundirse en aquellas criaturas o un sentimiento de que un fluido de la vida y la muerte, del sueño y la vigilia había pasado por un instante a ella... pero ¿de dónde? Pues que tiene que ver con la compasión, con una asociación de ideas humanas comprensible, si otro atardecer encuentro bajo un nogal una regadera medio llena que ha olvidado allí un jardinero, y si esa regadera, y el agua dentro de ella, obscurecida por la sombra del árbol, y un dístico que rema en la superficie de esa agua de una obscura orilla a la otra, si esa combinación de nimiedades me estremece con tal presencia de lo infinito, me estremece desde las raíces de los pelos hasta los tuétanos del talón de tal manera que desearía prorrumpir en palabras de las que sé que, si las encontrase, subyugarían a esos querubines en los que no creo; y que luego me aparte en silencio de aquel lugar y al cabo de las semanas, cuando divise ese nogal, pase de largo con una esquiva mirada, porque no quiero ahuyentar la postrera sensación de lo maravilloso que flota allí alrededor del tronco, porque no quiero expulsar los más que terrenales escalofríos que todavía siguen vibrando cerca de allí, alrededor de los arbustos. En esos momentos, una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carros que serpentea por la colina, una piedra cubierta de musgos, se convierte en más de lo que haya podido ser jamás la amada más apasionada y hermosa de la noche más feliz. Esas criaturas mudas y a veces animadas se alzan hacia mí con tal abundancia, con tal presencia de amor, que mi mirada dichosa no es capaz de caer sobre ningún lugar muerto alrededor de mí. Todo, todo lo que existe, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, me parece ser algo. También mi propia pesadez, el restante embotamiento de mi cerebro, se me aparece como algo; siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no sé decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho perceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre.

Aparte de estas curiosas casualidades, que - por cierto - no sé si debo atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad. La buena y severa educación que debo a mi difunto padre y el haberme habituado tempranamente a no dejar desocupada ninguna hora del día, es, así me parece, lo único que, hacia afuera, sigue dando a mi vida una consistencia suficiente y una apariencia adecuada a mi condición y a mi persona.

Estoy reformando un ala de mi casa y de cuando en cuando logro departir con el arquitecto sobre los progresos de su trabajo; administro mis fincas, y mis aparceros y empleados me encontrarán probablemente más parco en palabras, pero no menos amable que antes. Ninguno de los que están con la gorra quitada delante de la puerta de su casa, cuando paso cabalgando al atardecer, se imaginara que mi mirada, que están acostumbrados a acoger respetuosamente, vaga con callada añoranza sobre los tablones podridos, bajo los cuales suelen buscar los gusanos para pescar; que se sumerge a través de la estrecha ventana enrejada en el lúgubre cuarto donde, en un rincón, la cama baja con sábanas multicolores parece esperar siempre a alguien que quiere morir o a alguien que debe nacer; que mi ojo se detiene largamente en los feos perros jóvenes o en el gato que se desliza elástico entre macetas; y que, entre todos los objetos pobres y toscos de una vida campesina, busca aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento. Pues mi dichoso e innominado sentimiento surgirá para mí antes de un solitario y lejano fuego de pastores que de la visión del cielo estrellado; antes del canto de un último grillo próximo a la muerte cuando el viento de otoño arrastra nubes invernales sobre los campos desiertos, que del majestuoso fragor del órgano. Y a veces me comparo en pensamiento con aquel Craso, el orador, del que cuentan que tomó un cariño tan extraordinario a una morena mansa de su estanque, un pez opaco, mudo, de ojos rojos, que se convirtió en tema de conversación de la ciudad; y cuando en cierta ocasión, Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprocho en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de aquel pez, Craso le contestó: "De esa manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera, ni vuestra segunda mujer".

No sé cuantas veces ese Craso con su morena me viene a la cabeza como un reflejo de mi propio yo, arrojado sobre mí por encima del abismo de los siglos. Pero no por la respuesta que dio a Domiciano. La respuesta puso a los reidores de su lado, de manera que el asunto se disolvió en una broma. Pero a mí el asunto me afecta, el asunto, que habría seguido siendo el mismo, aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor. En tal caso, Craso aún seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena. Y sobre esa figura, cuya ridiculez y abyección salta tanto a la vista en medio de un senado que dominaba el mundo, que debatía las cuestiones más sublimes, sobre esa figura, un algo innombrable me obliga a pensar de una manera que me parece completamente insensata en el momento en que trato de expresarla con palabras.

La imagen de ese Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, pulsa y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, formase pompas, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.

Le he molestado en demasía, mi querido amigo, con esta extendida descripción de un estado inexplicable que normalmente permanece encerrado en mí.

Fue usted muy benévolo al manifestar su descontento por el hecho de que ya no llegue a usted ningún libro escrito por mí "que le resarza de verse privado de mi trato". Yo sentí en ese momento, con una certeza que no estaba del todo exenta de un sentimiento doloroso, que tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré un libro en inglés ni en latín; y eso por un solo motivo cuya rareza, para mí embarazosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad mental el ordenarla, con mirada no cegada, en el reino de los fenómenos espirituales y corpóreos extendido armónicamente ante usted: es decir, porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no sólo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni una sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido.

Quisiera que me fuera dado comprimir en las últimas palabras de esta probablemente última carta que escribo a Francis Bacon, todo el amor y agradecimiento, toda la inmensa admiración que por el benefactor de mi espíritu, por el primer inglés de mi época, llevo en mi corazón y llevaré en él hasta que la muerte lo haga estallar.


Anno Domini 1603, este 22 de Agosto
Phi. Chandos


Lecturas


Josefina Delgado está armando la lista de lecturas asociadas a Cuchillos en Gallinas. La lista incluye algunas gemas: Benjamin, Hofmannstahl, Scholem, Leibniz y Bacon.